miércoles, 11 de enero de 2012
MÁRTIRES, TESTIGOS DE CRISTO
Estaba yo leyendo en los pasados días algunos relatos de los antiguos mártires cristianos, aquellos que dieron su vida por amor a Cristo en las antiguas persecuciones decretadas por los emperadores romanos, particularmente Decio (año 250) y Diocleciano (303 y siguientes). Los nombres de algunos de ellos se han hecho muy conocidos, después de convertirse en patronos de determinadas profesiones, de determinados lugares y hasta incluso, más recientemente, de determinadas orientaciones sexuales: pienso en hombres y mujeres como San Sebastián, Santa Inés, ambos martirizados en Roma, San Vicente en Valencia, Santa Lucía en Siracusa, los Santos Justo y Pastor en Alcalá de Henares, Santa Eulalia en Mérida, San Cugat en el lugar donde más tarde se crearía la localidad catalana que lleva su nombre, y un largo etcétera.
Pero el caso es que el martirio no es cosa sólo del pasado. Pertenece a todas las épocas del cristianismo. Las noticias de los últimos días nos trasladaban hasta Nigeria, donde unos salvajes atentados terroristas segaban la vida de decenas de cristianos que asistían a la liturgia de la Navidad. Recientemente se han dado casos parecidos en otros países como Egipto o Irak. A esos cristianos muertos por fundamentalistas musulmanes no les dio tiempo en realidad a mostrar si eran muy valientes o más bien cobardes, pues fue su oblación instantánea. No vamos a disponer, con relación a ellos, de aquellos estremecedores diálogos (escritos por cronistas a veces muy posteriores a los hechos) en que los creyentes respondían con firmeza a las preguntas de sus torturadores, negándose a abandonar a Cristo, inaccesibles tanto a las amenazas como a las tentadoras ofertas de aquellos. A pesar de esta diferencia, no se les puede negar a las víctimas actuales la categoría de “mártires”. Mártir significa “testigo” y los cristianos, de una u otra confesión o Iglesia, hemos sido llamados a dar testimonio de nuestro amor hacia Él, tanto en la vida cotidiana, como en las situaciones a veces difíciles en que nos encontramos precisamente por esa fidelidad y, llegado el caso, también con la suprema manifestación, que sería dar la vida. En este último caso, aunque el pensar en ello nos pueda causar el temor propio de los hombres débiles, sabemos que la Gracia hace milagros, y ésta no nos faltará si la pedimos constantemente, cultivando el amor a Cristo en todos los actos de nuestra vida.
Con relación al islam, dentro del cual se encuadran estos grupos terroristas, la consideración pertinente es la firme exigencia de libertad religiosa, que es un derecho humano que parece ser olvidado en muchos de estos países de predominante tradición islámica. No vale pedir la libertad aquí, para los inmigrantes, y no concederla a los cristianos que habitan en esos países. En una palabra, ha de haber “reciprocidad”. Esta exigencia de reciprocidad no ha de ser postergada por un irenismo mal entendido, por un miedo o por un deseo de no molestar. Es de justicia… y en la justicia ha de basarse la paz.
A nivel social ha de respetarse la libertad religiosa de todos. A nivel de la vivencia de cada uno, lo que se requiere es fidelidad a las propias convicciones. Y no hablamos tanto de fidelidad a unas fórmulas doctrinales o a unos ritos cuanto, en nuestro caso, a una persona, la de Jesucristo. En él estamos ya unidos todos los cristianos y hemos de profundizar más aún en lo que significa esa fidelidad y esa unión mutua.
Gregorio Moreno Pampliega. Dr. Phil., Ldo. Theolg.
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