“Al llegar y ver la gracia de Dios, se regocijó.”
Así es como San Lucas nos cuenta, en el libro de los Hechos de los Apóstoles (11, 23), la reacción que tuvo Bernabé al ser enviado de Jerusalén a Antioquía y comprobar que a algunos griegos se les había anunciado a Cristo y se habían convertido a Él. Dios, una vez más, había roto los esquemas humanos. Lo cual no es de extrañar desde el momento en que, ya reflexionando humanamente sobre la capacidad humana de conocer, nos damos cuenta de la provisionalidad de cualquier esquema que queramos hacernos de las cosas. Necesitamos esos esquemas pero hemos de estar, si queremos ser fieles a la verdad, permanentemente dispuestos a reformarlos y reformularlos. También ocurre así, y con mayor motivo, con las cosas de Dios: quiero decir, cuando Dios se nos manifiesta a los seres humanos. La historia de la Salvación es una historia de sorpresas. Sorpresas para todos. Aquellos griegos que fueron evangelizados y aceptaron la Buena Noticia tendrían seguramente alguna noción de la divinidad, de acuerdo con su cultura, que sería para ellos punto de apoyo, pero no tenían en cambio las profecías judías que hablaban de un Profeta o un Mesías futuro. Pero tuvieron que admitir que Dios puede enviar a alguien, y ellos, en su propia lengua, lo llamaron “Christós”. Por otro lado, los judíos tenían su Ley y estaban educados en las profecías y en la espera de un Mesías, pero no se imaginaban que pudiera establecerse una nueva igualdad entre ellos como pueblo elegido y los que no pertenecían a ese pueblo. Además, como oí decir a un profesor de teología navarro, J. A. Sayés, con su modo de hablar tan coloquial, tan gráfico y a veces tan bestia, si pudiéramos abrir la cabeza de un judío, como lo eran todos los apóstoles de Jesús, si pudiéramos separarle la tapa de los sesos y ver por un momento lo que había dentro, nos encontraríamos con una inscripción grabada. En dicha inscripción, en hebreo (por supuesto), veríamos escrito: “El Señor tu Dios es Uno.” Sin embargo, estos apóstoles judíos se encontraron con la sorpresa de que Dios había resucitado a su maestro Jesús y lo había exaltado a su derecha, con lo que el mismo monoteísmo simple y acérrimo de los judíos se ponía en entredicho o al menos había que matizarlo o profundizar más en él. Los Apóstoles sufrieron en sus mentes un cambio brutal, pero lo llevaron adelante porque no podían negar lo que ellos mismos habían experimentado. Pedro aprendió que se podía comer de todo (Act 10, 9 ss.), que todos los alimentos eran puros en realidad. Eso lo tenemos nosotros asumido y nunca nos hemos hecho problema de ello pero Pedro sí se lo hacía. Le costó admitirlo. Sabemos que en algún momento posterior cedió en este punto ante los judaizantes. Aquellos hombres tuvieron que romper muchas cosas en su mente y en su corazón ante la evidencia de la Gracia de Dios que se derramaba en los que no eran de su grupo, en aquellos de los que antes no habrían imaginado que pudieran recibirla. Y tuvieron que conceder el bautismo a aquellos que habían recibido el Espíritu Santo sin necesidad de ningún bautismo previo (Act 10, 47). Al final, la reacción justa ante esta eclosión de la Gracia, la única posible, era superar la mezquindad y entregarse a la alegría. San Pablo proclamará más tarde que cuanto mayor sea el derramamiento de la Gracia, mayor será el agradecimiento para gloria de Dios.
La Historia de la Salvación continúa. El Espíritu de Dios sigue actuando. Un movimiento suscitado por el Espíritu es el ecumenismo. Tanto las Iglesias como los creyentes individuales que se abren al ecumenismo lo hacen porque reconocen que la Gracia de Dios actúa donde antes no pensaban. Aun aquella Iglesia que piense que tiene en sí misma una plenitud de Gracia tendrá que reconocer, por mínimamente atenta que esté, que algo de la Gracia está también en otras iglesias o en otros creyentes. Cuando accede a reconocer esto, tendrá que dar gracias. Y si se acostumbra a alegrarse y a dar gracias por lo ajeno que es bueno y verdadero, igual hasta llega a darse cuenta de que en su propia casa no todo es bueno e incluso de que la propia verdad es deficiente. El que quiera evitar llegar a estas conclusiones tendrá que renunciar al ecumenismo. Para él será peligroso. Tendrá que advertirse a sí mismo y a los demás de su malignidad. Tendrá que encerrarse, para no sufrir la influencia disolvente de estos movimientos modernos, suscitados por el enemigo. Quizá no ha considerado que, de haber pensado así, con esos mismos parámetros, aquellos pescadores galileos se habrían quedado con sus redes… Y en ese caso… tampoco tendríamos hoy la molestia de tener que hablar del ecumenismo.
Gregorio. Delegado de Ecumenismo del Patriarcado de Moscú en Alicante.
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