

Querido Pedro:
Quiero continuar con la explicación de mi postura por lo que se refiere a mi opción eclesial. Es el tema clásico de cuál es la “Iglesia verdadera”, tema que angustiaba por ejemplo a José Smith, fundador de los mormones, y que él resolvió mediante nuevas revelaciones de ángeles y nuevos libros sagrados… Por mi parte, entiendo que “Iglesia verdadera” es aquella que se relativiza a sí misma, que se ve a sí misma como instrumento para acercar el Reino de Dios, entendiendo que el Reino de Dios se nos da a las personas, antes del final de los tiempos, en la fe en Cristo, una fe que propicia una efectiva transformación moral. En este sentido puede decirse que lo esencial de la Iglesia es invisible: la Iglesia invisible es la comunidad de todos aquellos que buscan el bien y que disfrutan de la Gracia. Ahora bien, hay también unos elementos externos y visibles, no despreciables, pero sí secundarios, que poseen un valor instrumental:
- La fidelidad a la Tradición, dentro de la que se incluyen, como núcleo normativo de ella, los libros de la Escritura.
- Los sacramentos, particularmente el Bautismo y la Eucaristía.
- El ministerio, especialmente el ministerio apostólico del episcopado, como garante de la Tradición y administrador de los sacramentos.
Todos estos elementos nos vinculan históricamente con Cristo porque, poseyéndolos hasta hoy, enlazan con lo que el Cristo histórico expresó o hizo. Y aquí, atendiendo a estos elementos, es donde podemos hacer un examen de las diferentes tradiciones eclesiales, porque si atendiéramos a lo invisible, al estar esto fuera de lo observable, no podríamos discernir. (Hay creyentes que se esfuerzan por el bien en todas las tradiciones eclesiales y aun fuera de todas ellas. Y Dios conoce los corazones…)
Desde ese punto de vista externo, el único a nuestro alcance, podemos decir que el protestantismo es deficiente, pues ha perdido alguno de esos elementos históricos. Sin embargo, acierta en lo esencial, al mostrarnos la importancia decisiva de lo invisible y al criticar las tradiciones eclesiales que se endurecen de modo que llegan a convertirse en obstáculos de la Gracia antes que en cauce de la misma. Por otro lado, un error fundamental de ellos es desvincular la Escritura de aquella Tradición eclesial dentro de la que brota y aun de todo aquello que pertenece a su contexto y que por eso mismo podría ayudar a entenderla mejor. A pesar de esa derivación indeseable que es el fundamentalismo bíblico, la tendencia protestante representa un esfuerzo de vigilancia y de purificación siempre necesario, de modo que yo no dudaría en afirmar que todo verdadero creyente ha de ser un tanto “protestante”. Por supuesto, siempre hay que empezar a “protestar” contra uno mismo (para descubrir la viga).
La ortodoxia posee todos esos elementos eclesiales, envueltos, eso sí, en un ropaje cultural contingente, que podrá gustar más o menos, pues se ha desarrollado en unas circunstancias históricas concretas e incluso bastante limitantes. Tampoco creo yo que la ortodoxia sea sin más, como algunos apologistas pretenden, el cristianismo “puro” u “original”.
En cuanto al catolicismo posee también esos elementos… y se pasa. Aparte de un juridicismo asfixiante, que aún podría considerarse como una decantación legítima, herencia sin duda del riguroso derecho romano, lo que distingue al catolicismo es el papado, haciendo que pueda denominarse justamente “catolicismo romano”. Históricamente se puede examinar la relación de continuidad o no continuidad que hay entre la institución del papado y el ministerio petrino del propio Pedro y de los primeros obispos de Roma. Aun concediendo que hubiera una cierta continuidad, el papado es una institución que se fue configurando en una etapa tardía – no arranca de los mismos orígenes – y en una parte de la Iglesia – en Oriente nunca fue aceptada -. Las circunstancias históricas que lo hicieron posible son comprensibles: tal vez una centralización total de la vida eclesial en torno a la figura del Papa es un mal menor que el que cada iglesia dependa de las autoridades civiles (reyes, nobles, etc.). Lo cierto es que al Papa se le han ido añadiendo una serie de prerrogativas que no tienen justificación evangélica. Su pretensión de jurisdicción universal no tiene apoyo en la tradición común, a no ser que se entendiera como un mero primado de honor. Los títulos rimbombantes que se le han añadido lo han colocado en una posición entre el cielo y la tierra, como representante de Dios, lo que resulta ridículo. Por eso que ha habido quien lo ha identificado con el “anticristo”. No sería “anticristo” como potencia contraria a Él, según lo que denota el prefijo castellano “anti-”, sino que lo sería según el significado más amplio de la preposición griega “antí”, que puede equivaler a “delante” o “en lugar de”. Sería entonces como una mediación secundaria que consigue oscurecer, tapar de algún modo, la mediación fundamental.
¿Por qué dices que estoy “separado” de la Iglesia o que la Iglesia ortodoxa está separada de la comunión eclesial plena? Evidentemente, por no aceptar esa jurisdicción del obispo romano. Al final, el tragar esa rueda de molino que es el Papa se ha convertido en el elemento decisivo, aquel que decide si alguien está con Cristo o contra Cristo. Al Papa lo considero hermano en Cristo y aun hermano mayor. ¿Te parece poco? A mí no. Cristo habla de que hay un solo Padre y que todos nosotros somos hermanos. Estoy dispuesto a reconocer que la veneración del Papa es un “bien salvífico”, en cuanto que a muchos les sirve, a lo que parece, para acercarse a Dios. Pero sería un “bien salvífico” entre otros muchos posibles, y perteneciendo todos ellos a lo que he llamado el orden externo, el de los medios. Lo que sirve a muchos puede ser para otros incluso un estorbo.
Te insisto en que no identifico la ortodoxia con la verdad sin más. También la ortodoxia ha adquirido una rigidez confesional, ha creado sus propias mediaciones. La ortodoxia tiene también sus fanáticos, que suelen ser “conversos” del catolicismo o del protestantismo, y que se erigen como nefastos representantes de ella, y con los que incluso tengo que batirme, pues “los enemigos del hombre serán los de su propia casa”. Lo dejo aquí. Mi adhesión a la ortodoxia, como a otras muchas cosas, es revisable. Siempre que queda vida, se pueden ver otras cosas que no se han visto antes. Pero creo que estoy en la mejor opción. Como no es una opción excluyente, si algo solicita de los demás es sólo la atención para que reflexionen tal vez sobre lo que es más y lo que es menos importante, para comprender que hay una cierta complementariedad entre las iglesias y que hemos de ir al encuentro de los otros con una profunda “simpatía”. Como no soy un converso está claro –algunas cosas sí están claras– que a nadie voy a convertir. Después de esta explicación un poco más amplia tal vez entiendas por qué te dije que sigo trabajando por la unidad, aunque te resultara chocante cuando lo leíste. Un abrazo en la búsqueda común de la verdad y en Cristo, en quien yo también pienso que está la verdad y la unidad consumadas, aunque aún no se hayan manifestado éstas plenamente.
GREGORIO
“Al llegar y ver la gracia de Dios, se regocijó.”
Así es como San Lucas nos cuenta, en el libro de los Hechos de los Apóstoles (11, 23), la reacción que tuvo Bernabé al ser enviado de Jerusalén a Antioquía y comprobar que a algunos griegos se les había anunciado a Cristo y se habían convertido a Él. Dios, una vez más, había roto los esquemas humanos. Lo cual no es de extrañar desde el momento en que, ya reflexionando humanamente sobre la capacidad humana de conocer, nos damos cuenta de la provisionalidad de cualquier esquema que queramos hacernos de las cosas. Necesitamos esos esquemas pero hemos de estar, si queremos ser fieles a la verdad, permanentemente dispuestos a reformarlos y reformularlos. También ocurre así, y con mayor motivo, con las cosas de Dios: quiero decir, cuando Dios se nos manifiesta a los seres humanos. La historia de la Salvación es una historia de sorpresas. Sorpresas para todos. Aquellos griegos que fueron evangelizados y aceptaron la Buena Noticia tendrían seguramente alguna noción de la divinidad, de acuerdo con su cultura, que sería para ellos punto de apoyo, pero no tenían en cambio las profecías judías que hablaban de un Profeta o un Mesías futuro. Pero tuvieron que admitir que Dios puede enviar a alguien, y ellos, en su propia lengua, lo llamaron “Christós”. Por otro lado, los judíos tenían su Ley y estaban educados en las profecías y en la espera de un Mesías, pero no se imaginaban que pudiera establecerse una nueva igualdad entre ellos como pueblo elegido y los que no pertenecían a ese pueblo. Además, como oí decir a un profesor de teología navarro, J. A. Sayés, con su modo de hablar tan coloquial, tan gráfico y a veces tan bestia, si pudiéramos abrir la cabeza de un judío, como lo eran todos los apóstoles de Jesús, si pudiéramos separarle la tapa de los sesos y ver por un momento lo que había dentro, nos encontraríamos con una inscripción grabada. En dicha inscripción, en hebreo (por supuesto), veríamos escrito: “El Señor tu Dios es Uno.” Sin embargo, estos apóstoles judíos se encontraron con la sorpresa de que Dios había resucitado a su maestro Jesús y lo había exaltado a su derecha, con lo que el mismo monoteísmo simple y acérrimo de los judíos se ponía en entredicho o al menos había que matizarlo o profundizar más en él. Los Apóstoles sufrieron en sus mentes un cambio brutal, pero lo llevaron adelante porque no podían negar lo que ellos mismos habían experimentado. Pedro aprendió que se podía comer de todo (Act 10, 9 ss.), que todos los alimentos eran puros en realidad. Eso lo tenemos nosotros asumido y nunca nos hemos hecho problema de ello pero Pedro sí se lo hacía. Le costó admitirlo. Sabemos que en algún momento posterior cedió en este punto ante los judaizantes. Aquellos hombres tuvieron que romper muchas cosas en su mente y en su corazón ante la evidencia de la Gracia de Dios que se derramaba en los que no eran de su grupo, en aquellos de los que antes no habrían imaginado que pudieran recibirla. Y tuvieron que conceder el bautismo a aquellos que habían recibido el Espíritu Santo sin necesidad de ningún bautismo previo (Act 10, 47). Al final, la reacción justa ante esta eclosión de la Gracia, la única posible, era superar la mezquindad y entregarse a la alegría. San Pablo proclamará más tarde que cuanto mayor sea el derramamiento de la Gracia, mayor será el agradecimiento para gloria de Dios.
La Historia de la Salvación continúa. El Espíritu de Dios sigue actuando. Un movimiento suscitado por el Espíritu es el ecumenismo. Tanto las Iglesias como los creyentes individuales que se abren al ecumenismo lo hacen porque reconocen que la Gracia de Dios actúa donde antes no pensaban. Aun aquella Iglesia que piense que tiene en sí misma una plenitud de Gracia tendrá que reconocer, por mínimamente atenta que esté, que algo de la Gracia está también en otras iglesias o en otros creyentes. Cuando accede a reconocer esto, tendrá que dar gracias. Y si se acostumbra a alegrarse y a dar gracias por lo ajeno que es bueno y verdadero, igual hasta llega a darse cuenta de que en su propia casa no todo es bueno e incluso de que la propia verdad es deficiente. El que quiera evitar llegar a estas conclusiones tendrá que renunciar al ecumenismo. Para él será peligroso. Tendrá que advertirse a sí mismo y a los demás de su malignidad. Tendrá que encerrarse, para no sufrir la influencia disolvente de estos movimientos modernos, suscitados por el enemigo. Quizá no ha considerado que, de haber pensado así, con esos mismos parámetros, aquellos pescadores galileos se habrían quedado con sus redes… Y en ese caso… tampoco tendríamos hoy la molestia de tener que hablar del ecumenismo.
Gregorio. Delegado de Ecumenismo del Patriarcado de Moscú en Alicante.